por Roberto García
Valentín ya ha plasmado en el foro sus impresiones sobre la MAM (Maratón Alpina Madrileña) 2009.
Antes de nada hay que darle la enhorabuena porque corre, corre bien y además con cabeza. También escribe, escribe bien y además con cabeza.
En Cercedilla nos encontramos los tres maratonguadalajaristas, Valentín, Miguel y yo.
Miguel, con su ojo, aún algo afectado, pero seguro que en vías de recuperación, tomó la salida, camino del Alto del Telégrafo, media hora más tarde que los del MAM, pero siguiéndonos la estela de los 8 primeros km. Hizo una carrera rápida, según se ve en su clasificación:
Valentín y yo fuimos juntos hasta que encontré a la vera del camino un servicio de caballeros muy apañadito. A partir de ahí nuestros caminos se cruzaron en dos ocasiones por motivos distintos. Él, primero, por su compañera ampolla. Después yo por la mía, la pájara.
Historia de una pájara:
Yo había oido hablar de ellas en las grandes vueltas ciclistas, y que afectaban a los corredores de primera linea y a los del paquete. Pero era algo ajeno a mi, como los grandes premios de la lotería. Siempre les toca a otros.
Esta vez me ha tocado el gordo. La MAM se iba desarrollando según lo previsto. Incluso me encontraba eufórico porque llevaba 30 km a buen ritmo y creía que tenía reservas para afrontar el resto de la carrera con garantías. Yolanda Santiuste me dijo en una ocasión que había que llegar al inicio de Cabezas, sobrado... ¡Qué equivocado estaba yo en esos momentos!
No llevaba más de 200m de subida por el tubo de Cabezas de Hierro cuando de repente noté que pisaba donde no quería y no siempre hacia adelante. Pensé en un mareo transitorio debido al esfuerzo. Pero ¡qué va!, me bajaron las pulsaciones a 80 por minuto, la respiración a ritmo de una siesta veraniega y la cabeza la tenía como con la chispa que dan media docena de botellines de cerveza.
¡Era una pájara!. Me senté, con la verguenza del que hace algo malo y los demás le están mirando. Dos minutos más tarde emprendí de nuevo la marcha cuesta arriba. ¡Uf! imposible. No conté más de veinte pasitos minúsculos y me senté en otra piedra. Gracias a Dios había muchas, muchas piedras. Quizás no había descansado lo suficiente en la primera paradiña.
Algunos de los corredores que pasaban a mi lado me ofrecián ayuda y se interesaban por mi estado, Valentín también, y medió ánimo diciéndome que en cuanto coronase Cabeza le pillaría cuesta abajo. Cuando se acabaron mis reservas de agua y glucosa empecé a aceptar las que me ofrecían y las que ya sin complejos pedía abiertamente.
Me levantaba, andaba diez, quince metros y me tenía que sentar de nuevo. Así hasta un total de diez o doce veces. Agradezco la ayuda de tanta gente buena que te encuentras en esos montes.
Llegó un momento que, entre vómitos, mareos y desánimo pensé en que la única forma de salir de allí sería en helicóptero.
Veía por un lado el puerto de Cotos, pero muy lejano; pensé en retorceder hasta allí pero no me sentía con fuerza para ello. Por el otro lado, trepando por la pared de Cabeza unos cuatrocientos metros, llegaría al siguiente avituallamiento. Opté por Cabeza y así aprendí cómo se siente un montañero a pocos metros de la cima del Everest con el alma vacía y extenuado el cuerpo.
Poco a poco y tras 45 minutos de apagón energético resucité de nuevo y llegué a la cima en un estado mucho mejor que como comencé la subida. A partir de ahí y sin hacer alardes me metí poco a poco en carrera y mi primer pensamiento fue que tenía que terminar la maratón. Ya había abandonado en una ocasión esta carrera hace años y me planteé que el éxito no residía en el tiempo, sino en el sencillo protocolo de cruzar la linea de meta.
Pero la ambición humana no tiene límites y al llegar a La Bola del Mundo vi que llevaba seis horas de carrera y no sé por qué orgullo escondido decidí que llegaría a meta en menos de siete horas.
En la bajada hacia el puerto de Navacerrada recibí un beso de mi hija Elena y los ánimos de Cristina, que me acompañaron unos metros, algo más abajo escuché los gritos de ánimo de Marisol y de álguien más, que no acerté a reconocer (más tarde vi que se trataba de Javier). Sin prisas, sin pausas, con calambres aleatorios hasta en los párpados seguí el desceno por el camino hasta Cercedilla.
No diré que iba bien, pero sí que fuí plenamente consciente de todas las sensaciones que se atropellaron en mi cabeza en el momento de cruzar la meta. Espero que no se me olviden, porque pertenecen a una experiencia adquirida con mucho, mucho esfuerzo.
Y... sí, baje de siete horas.
Clasificaciones
Valentín ya ha plasmado en el foro sus impresiones sobre la MAM (Maratón Alpina Madrileña) 2009.
Antes de nada hay que darle la enhorabuena porque corre, corre bien y además con cabeza. También escribe, escribe bien y además con cabeza.
En Cercedilla nos encontramos los tres maratonguadalajaristas, Valentín, Miguel y yo.
Miguel, con su ojo, aún algo afectado, pero seguro que en vías de recuperación, tomó la salida, camino del Alto del Telégrafo, media hora más tarde que los del MAM, pero siguiéndonos la estela de los 8 primeros km. Hizo una carrera rápida, según se ve en su clasificación:
Valentín y yo fuimos juntos hasta que encontré a la vera del camino un servicio de caballeros muy apañadito. A partir de ahí nuestros caminos se cruzaron en dos ocasiones por motivos distintos. Él, primero, por su compañera ampolla. Después yo por la mía, la pájara.
Historia de una pájara:
Yo había oido hablar de ellas en las grandes vueltas ciclistas, y que afectaban a los corredores de primera linea y a los del paquete. Pero era algo ajeno a mi, como los grandes premios de la lotería. Siempre les toca a otros.
Esta vez me ha tocado el gordo. La MAM se iba desarrollando según lo previsto. Incluso me encontraba eufórico porque llevaba 30 km a buen ritmo y creía que tenía reservas para afrontar el resto de la carrera con garantías. Yolanda Santiuste me dijo en una ocasión que había que llegar al inicio de Cabezas, sobrado... ¡Qué equivocado estaba yo en esos momentos!
No llevaba más de 200m de subida por el tubo de Cabezas de Hierro cuando de repente noté que pisaba donde no quería y no siempre hacia adelante. Pensé en un mareo transitorio debido al esfuerzo. Pero ¡qué va!, me bajaron las pulsaciones a 80 por minuto, la respiración a ritmo de una siesta veraniega y la cabeza la tenía como con la chispa que dan media docena de botellines de cerveza.
¡Era una pájara!. Me senté, con la verguenza del que hace algo malo y los demás le están mirando. Dos minutos más tarde emprendí de nuevo la marcha cuesta arriba. ¡Uf! imposible. No conté más de veinte pasitos minúsculos y me senté en otra piedra. Gracias a Dios había muchas, muchas piedras. Quizás no había descansado lo suficiente en la primera paradiña.
Algunos de los corredores que pasaban a mi lado me ofrecián ayuda y se interesaban por mi estado, Valentín también, y medió ánimo diciéndome que en cuanto coronase Cabeza le pillaría cuesta abajo. Cuando se acabaron mis reservas de agua y glucosa empecé a aceptar las que me ofrecían y las que ya sin complejos pedía abiertamente.
Me levantaba, andaba diez, quince metros y me tenía que sentar de nuevo. Así hasta un total de diez o doce veces. Agradezco la ayuda de tanta gente buena que te encuentras en esos montes.
Llegó un momento que, entre vómitos, mareos y desánimo pensé en que la única forma de salir de allí sería en helicóptero.
Veía por un lado el puerto de Cotos, pero muy lejano; pensé en retorceder hasta allí pero no me sentía con fuerza para ello. Por el otro lado, trepando por la pared de Cabeza unos cuatrocientos metros, llegaría al siguiente avituallamiento. Opté por Cabeza y así aprendí cómo se siente un montañero a pocos metros de la cima del Everest con el alma vacía y extenuado el cuerpo.
Poco a poco y tras 45 minutos de apagón energético resucité de nuevo y llegué a la cima en un estado mucho mejor que como comencé la subida. A partir de ahí y sin hacer alardes me metí poco a poco en carrera y mi primer pensamiento fue que tenía que terminar la maratón. Ya había abandonado en una ocasión esta carrera hace años y me planteé que el éxito no residía en el tiempo, sino en el sencillo protocolo de cruzar la linea de meta.
Pero la ambición humana no tiene límites y al llegar a La Bola del Mundo vi que llevaba seis horas de carrera y no sé por qué orgullo escondido decidí que llegaría a meta en menos de siete horas.
En la bajada hacia el puerto de Navacerrada recibí un beso de mi hija Elena y los ánimos de Cristina, que me acompañaron unos metros, algo más abajo escuché los gritos de ánimo de Marisol y de álguien más, que no acerté a reconocer (más tarde vi que se trataba de Javier). Sin prisas, sin pausas, con calambres aleatorios hasta en los párpados seguí el desceno por el camino hasta Cercedilla.
No diré que iba bien, pero sí que fuí plenamente consciente de todas las sensaciones que se atropellaron en mi cabeza en el momento de cruzar la meta. Espero que no se me olviden, porque pertenecen a una experiencia adquirida con mucho, mucho esfuerzo.
Y... sí, baje de siete horas.
Clasificaciones
Alguien va a NY este año? Nosotros si.
ResponderEliminarwww.nosvamosany.blogspot.com