Por Florian Ragel
No descubriré nada si digo que los recuerdos que nos perduran después de finalizar una maratón, están directamente correlacionados con las sensaciones vividas a lo largo de esos 42 kilómetros, ocupando lugares diferentes en nuestra escala de valores según las sensibilidades particulares de cada uno de nosotros.
Para mí, una de las sensaciones más satisfactorias es el reconocimiento familiar al esfuerzo y tesón que dedicamos, cuando día tras día y después de cumplir con nuestras obligaciones laborales, anteponemos el duro entrenamiento diario a la placentera tentación del sedentarismo.
¿Quién de nosotros, los que hemos sentido la gloria de terminar una maratón, en esos interminables metros previos a la llegada, - cuando a duras penas se encuentran fuerzas para desviar la mirada - , no ha escudriñado afanosamente las numerosas personas que se agolpan en las proximidades de meta buscando a la familia, en un íntimo deseo de que sean testigos de nuestro logro?
¿Quién de nosotros en el área de descanso con la misión ya cumplida, gozando de ese merecido refrigerio, no ha sentido el imperioso deseo de de abreviar tan plácidos momentos para acudir prestos al abrazo y felicitación de nuestro más allegados?
¿Qué me dicen de esos otros corredores que esquivando los controles de la Organización, consiguen adentrarse en meta cargados del pequeñín sobre sus hombros?¿desean inconscientemente que su hijo sea testigo de excepción de su logro? o …¿se recrean imaginariamente viendo a ese niño, ya adulto, corriendo a su lado, compitiendo, de poder a poder, sudoroso como él mismo?
Mención especial merecen aquellos otros atletas que al consabido esfuerzo físico añaden el de arrastrar durante kilómetros y kilómetros el cochecito de su bebé, esperando escuchar en cualquier esquina, entre los sonoros aplausos de la gente, el animoso grito de su mujer.
En este orden de cosas, me pregunté yo hace unos días, trotando por esos campos de Dios, porqué no contar una de mis sensaciones, - la que más me emocionó -, vivida en mi última maratón de Madrid, el pasado día 24 de abril.
Verán ustedes, este año me he sentido especialmente afortunado porque he compartido entrenamiento, aunque casi siempre a distancia, con un compañero que ha corrido su primera maratón, sintiéndome orgulloso de ser al menos en cierta medida, artífice de tal consecución.
En apariencia mi compañero y yo tenemos pocas cosas en común: él tiene 31 años y yo acabo de cumplir 57; él sólo ha corrido en los parques hasta que fue adolescente y yo arrastro sobre mis piernas varias maratones y más de 35000 kilómetros; él vive en Badajoz y yo en Guadalajara; él es juez y yo funcionario de administración local.
A este compañero mío, que fumaba bastante y que hacía poco ejercicio, por no decir que ninguno, no perdí la oportunidad cada vez que tuve ocasión de ser la voz de su conciencia, recomendándole insistentemente, como no podía ser de otra manera, el abandono del vicio y la conveniencia de correr.
En el mes de marzo del pasado año 2004, coincidiendo con el día de su cumpleaños, se prometió y me prometió que no volvería a fumar y que, Dios mediante, trece meses después, el día 24 de abril, correríamos juntos la maratón de Madrid.
Raro fue el día que no comentábamos, vía telefónica, los kilómetros que habíamos hecho, el trazado del recorrido, el ritmo de carrera, haciéndome confidente de las muchas molestias físicas que padeció hasta alcanzar un estado de forma aceptable.
Corríamos juntos fines de semana alternos y en nuestras andaduras rápidamente me percaté de que, salvo eventualidades de fuerza mayor, el objetivo de correr y terminar la maratón iba a ser cumplido, y no por mis consejos, a los cuales recurría con frecuencia, - más voluntariosos que eficaces - , sino por sus amor propio y tenacidad, virtudes inherentes a su persona (el tabaco lo había abandonado radicalmente).
Llegó el gran día, tomamos la salida, y después de rodar juntos unos kilómetros, con un apretón de manos y a la voz de “¡Mucha suerte tío!”, cada uno cogimos nuestro ritmo evitando presiones recíprocas.
Yo entré en meta a las tres horas y media, sabía que mi compañero venía detrás, pero también sabía, ¡estaba totalmente seguro!, que venía.
Un refresco, un estiramiento rápido y fui a esperarle en compañía de su madre, de su mujer y de su hermano, que andaban ya bastante preocupados por la tardanza, no así yo, que por experiencia sabía cómo se le atragantan a los principiantes los últimos 10-15 kilómetros.
Por fin le vimos aparecer 45 minutos después; parecía entero, pletórico, iba a terminar su primera maratón, traía centrada su atención en localizar a la familia y a su colega; en cuanto nos vio manoteó sonriente, aceleró el ritmo y entró en meta.
No tuvimos que esperar mucho para que se produjera el feliz encuentro: abrazos y felicitaciones de su mujer, de su madre, de su hermano, alguna lágrima emotiva, él se sentía importante y satisfecho, yo también. Le abracé y le di un beso, porque era, por que es, además de mi compañero, mi hijo.
No descubriré nada si digo que los recuerdos que nos perduran después de finalizar una maratón, están directamente correlacionados con las sensaciones vividas a lo largo de esos 42 kilómetros, ocupando lugares diferentes en nuestra escala de valores según las sensibilidades particulares de cada uno de nosotros.
Para mí, una de las sensaciones más satisfactorias es el reconocimiento familiar al esfuerzo y tesón que dedicamos, cuando día tras día y después de cumplir con nuestras obligaciones laborales, anteponemos el duro entrenamiento diario a la placentera tentación del sedentarismo.
¿Quién de nosotros, los que hemos sentido la gloria de terminar una maratón, en esos interminables metros previos a la llegada, - cuando a duras penas se encuentran fuerzas para desviar la mirada - , no ha escudriñado afanosamente las numerosas personas que se agolpan en las proximidades de meta buscando a la familia, en un íntimo deseo de que sean testigos de nuestro logro?
¿Quién de nosotros en el área de descanso con la misión ya cumplida, gozando de ese merecido refrigerio, no ha sentido el imperioso deseo de de abreviar tan plácidos momentos para acudir prestos al abrazo y felicitación de nuestro más allegados?
¿Qué me dicen de esos otros corredores que esquivando los controles de la Organización, consiguen adentrarse en meta cargados del pequeñín sobre sus hombros?¿desean inconscientemente que su hijo sea testigo de excepción de su logro? o …¿se recrean imaginariamente viendo a ese niño, ya adulto, corriendo a su lado, compitiendo, de poder a poder, sudoroso como él mismo?
Mención especial merecen aquellos otros atletas que al consabido esfuerzo físico añaden el de arrastrar durante kilómetros y kilómetros el cochecito de su bebé, esperando escuchar en cualquier esquina, entre los sonoros aplausos de la gente, el animoso grito de su mujer.
En este orden de cosas, me pregunté yo hace unos días, trotando por esos campos de Dios, porqué no contar una de mis sensaciones, - la que más me emocionó -, vivida en mi última maratón de Madrid, el pasado día 24 de abril.
Verán ustedes, este año me he sentido especialmente afortunado porque he compartido entrenamiento, aunque casi siempre a distancia, con un compañero que ha corrido su primera maratón, sintiéndome orgulloso de ser al menos en cierta medida, artífice de tal consecución.
En apariencia mi compañero y yo tenemos pocas cosas en común: él tiene 31 años y yo acabo de cumplir 57; él sólo ha corrido en los parques hasta que fue adolescente y yo arrastro sobre mis piernas varias maratones y más de 35000 kilómetros; él vive en Badajoz y yo en Guadalajara; él es juez y yo funcionario de administración local.
A este compañero mío, que fumaba bastante y que hacía poco ejercicio, por no decir que ninguno, no perdí la oportunidad cada vez que tuve ocasión de ser la voz de su conciencia, recomendándole insistentemente, como no podía ser de otra manera, el abandono del vicio y la conveniencia de correr.
En el mes de marzo del pasado año 2004, coincidiendo con el día de su cumpleaños, se prometió y me prometió que no volvería a fumar y que, Dios mediante, trece meses después, el día 24 de abril, correríamos juntos la maratón de Madrid.
Raro fue el día que no comentábamos, vía telefónica, los kilómetros que habíamos hecho, el trazado del recorrido, el ritmo de carrera, haciéndome confidente de las muchas molestias físicas que padeció hasta alcanzar un estado de forma aceptable.
Corríamos juntos fines de semana alternos y en nuestras andaduras rápidamente me percaté de que, salvo eventualidades de fuerza mayor, el objetivo de correr y terminar la maratón iba a ser cumplido, y no por mis consejos, a los cuales recurría con frecuencia, - más voluntariosos que eficaces - , sino por sus amor propio y tenacidad, virtudes inherentes a su persona (el tabaco lo había abandonado radicalmente).
Llegó el gran día, tomamos la salida, y después de rodar juntos unos kilómetros, con un apretón de manos y a la voz de “¡Mucha suerte tío!”, cada uno cogimos nuestro ritmo evitando presiones recíprocas.
Yo entré en meta a las tres horas y media, sabía que mi compañero venía detrás, pero también sabía, ¡estaba totalmente seguro!, que venía.
Un refresco, un estiramiento rápido y fui a esperarle en compañía de su madre, de su mujer y de su hermano, que andaban ya bastante preocupados por la tardanza, no así yo, que por experiencia sabía cómo se le atragantan a los principiantes los últimos 10-15 kilómetros.
Por fin le vimos aparecer 45 minutos después; parecía entero, pletórico, iba a terminar su primera maratón, traía centrada su atención en localizar a la familia y a su colega; en cuanto nos vio manoteó sonriente, aceleró el ritmo y entró en meta.
No tuvimos que esperar mucho para que se produjera el feliz encuentro: abrazos y felicitaciones de su mujer, de su madre, de su hermano, alguna lágrima emotiva, él se sentía importante y satisfecho, yo también. Le abracé y le di un beso, porque era, por que es, además de mi compañero, mi hijo.

Espero que saboreases el momento, porque este domingo que viene la parte emotiva va a ser la misma, pero será él el que te espere después de estirar y tomarse unas tapas.
ResponderEliminarUn pariente cercano de ambos.